Por :Edgar Rosales
Por primera vez en la vida, la llegada
del amanecer se perfilaba angustiante, y no podía ser de otra
manera, en parte por haber vivido una noche cargada de enorme tensión
y porque al llegar las seis de la mañana estaríamos frente a una de
las experiencia más terribles que un periodista pueda vivir:
presenciar, a solo unos cuantos metros de distancia, el fusilamiento
de dos seres humanos. Temibles delincuentes encontrados culpables,
pero seres humanos al fin.
Era el 13 de septiembre de 1996 y se
daría cumplimiento a la sentencia máxima, luego de un larguísimo
proceso judicial, que incluyó la denegatoria del indulto solicitado
a Álvaro Arzú, presidente de turno, un torrente de recursos de
amparo y hasta aquel precipitado titular Fueron fusilados, publicado
tres días atrás por el desaparecido diario La República,
anunciando que se había consumado la ejecución, aunque en realidad
esta se había interrumpido por un recurso de último minuto.
Asqueado por lo que resultó aquel
deprimente escenario, confieso que la mente, afortunadamente, ha
borrado muchos detalles. Lo que sí recuerdo es que todo transcurrió
muy rápido, que la descarga sobre Pedro Castillo Mendoza y Roberto
Girón -acusados de la violación y asesinato de la niña Sonia
Marisol Álvarez- no fue suficiente para segar su vida. Fue necesario
que el forense confirmara que solo estaban mortalmente heridos, que
el juez Gustavo Gaitán Lara ordenara el tiro de gracia y que un
oficial del Ejército, presumiendo su desalmada frialdad de militar,
disparara un balazo directo a la sien de cada reo para asegurar el
cumplimiento del castigo.
El “espectáculo” resultó tan
grotesco que pasaron a ser los últimos fusilados de la historia.
Millones de padres de familia se desayunaron con las salvajes
escenas, y otros tantos niños y niñas lo presenciaron todavía
desde su camita. Por supuesto, los diarios hicieron fiesta con un
tiraje extraordinario y oportuno para satisfacer el morbo de sus
lectores. Hasta los congresistas se sintieron abrumados por la
transmisión “en vivo y a todo color”, tanto así que algunos
trataron de mitigar tanta miseria moral por medio de un decreto que
suprimió el fusilamiento y lo sustituyó por el “más humano”
método de la inyección letal.
Por supuesto, el hecho no fue ningún
disuasivo y de entonces para hoy el panorama de violencia en el país
se ha agravado terriblemente. Y a la hora de debatir las posibles
soluciones ante tal problemática, una de las más socorridas ha sido
siempre la aplicación de la pena de muerte, a contrapelo de quienes
sostienen que existen soluciones más racionales y civilizadas para
resolverlo.
Sin embargo, el miércoles 25 de los
corrientes, los magistrados de la Corte de Constitucionalidad (CC)
zanjaron de una buena vez las discrepancias al declarar la
inconstitucionalidad de cinco delitos contemplados en el Código
Penal que se castigaban con la pena capital. Estos eran: parricidio,
ejecución extrajudicial, plagio o secuestro, desaparición forzada y
muerte del presidente o vicepresidente de la República. A ellos se
agrega la expulsión del asesinato, declarado por la misma Corte en
2016.
La CC puntualiza en su resolución que
la pena capital se reguló para tales delitos, en una fecha posterior
a la ratificación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(Pacto de San José) y aplicarlos representa un incumplimiento a lo
pactado, por lo que no puede ser parte del ordenamiento jurídico
nacional.
Con esta resolución, prácticamente
desaparece la pena de muerte del sistema penal. Algunos especialistas
han alegado que no correspondía a la CC pronunciarse al respecto,
porque el artículo 18 de la Constitución concede al Congreso de la
República la facultad de abolir el castigo. No obstante, al eliminar
la sanción a todos los delitos a los cuales le era aplicable, ello
significa una abolición de hecho. Por tanto, lo recomendable sería
que el Legislativo, como una acción meramente política, recoja sus
miserias y decrete la abolición en definitiva.
Mientras tanto, las propuestas
electorales de Zury Ríos y Alejandro Giammattei, respaldadas por
gente ultraconservadora como Lucrecia Marroquín de Palomo, Giovanni
Fratti y Ricardo Méndez Ruiz, se derrumbaron y el panorama en su
entorno debe ser patético, por la sencilla razón que esa, la pena
de muerte, era su propuesta central de combate a la criminalidad.
Mejor dicho: su única propuesta. Jamás plantearon alguna otra Nunca
hablaron de reformas ni de previsión. ¡Pobres políticos estos!
Y que conste que el Estado de Guatemala
en más de una oportunidad aplicó la pena de muerte sin pasar por la
vía jurídica. Los más de 1 300 jóvenes pandilleros asesinados
dentro del “proyecto” de limpieza social aplicado en tiempos de
Óscar Berger es un tema que todavía está pendiente de ventilarse e
implicaría -una vez más- a Carlos Vielman, Eduardo Sperinsen y el
propio Giammattei.
Así que, de manera inesperada,
Guatemala de pronto se inscribe en la lista de países civilizados,
seguidores de la legislación penal moderna, de las tendencias
abolicionistas. Lamentablemente, quienes no parecen darse cuenta de
la importancia de este salto de calidad es la mancuerna presidencial,
Jimmy Morales y Jafeth Cabrera, quienes siempre han gritado a voz en
cuello su inclinación retrógrada y fascista de apoyar la pena
máxima y esta vez no han dudado en descalificar la resolución de la
CC.
Aunque no se descartan acciones futuras
para intentar reposicionar el tema, estimulando la emotividad en la
población que es víctima de la violencia, se debería aprovechar la
nueva escena para construir propuestas que de verdad terminen con las
condiciones que propician la criminalidad en Guatemala. ¡Que sea un
auténtico triunfo de la vida! Y en lo particular, me alegra que
ningún periodista tendrá que pasar por la amarga experiencia de ser
cómplice involuntario de un Estado que en lugar de cumplir su
mandato del respeto a la vida de sus ciudadanos, se regodea
hipócritamente al asesinarlos legalmente.