Por. Edgar Rosales
Sí, ya sé que el mandatario de turno
se ha adelantado al sostener la febril e hilarante idea de ser la
encarnación del portentoso líder del Primero Gobierno de la Revolución, el Ché Juan José Arévalo.
Obviamente, se trata de un pésimo chiste, digno de Moralejas. Jamás
puede haber comparación entre Charly McCarthy (el más famoso muñeco
de ventrílocuo) y el iniciador del proceso de transformación social
y económica más importante en la historia de Guatemala.
Hablando en serio. Nuestro país se ha
precipitado a una crisis política de naturaleza jurídica, con
repercusiones económicas que se van a conocer con toda su crudeza
dentro de un par de meses y eso no es ninguna apreciación marcada
por ideología. Los números no mienten, nos
enseñaron en la primaria... y el hambre y desempleo tampoco.
El problema guatemalteco desatado en
abril de 2015 ha pasado por diversos diagnósticos, pero ninguno
parece dar con la solución mágica. Se ha insinuado una reedición
de aquella pro oligárquica Instancia de Consenso surgida en medio
del Serranazo de 1993; se han
protagonizado marchas y paros, y más
recientemente se ha lanzado una Asamblea Ciudadana que no ha tenido
la respuesta esperada, entre otras circunstancias por la presencia
del rector Carlos Alvarado, cuyos severos cuestionamientos a causa de
presuntos hechos de corrupción, anulan su capacidad de convocatoria.
Carlos Alvarado, rector de la USAC debe entender que no es la persona ad hoc para encabezar movimientos reivindicativos nacionales. El triste papel desarrollado en su administración lo descalifica rotundamente.
No obstante los fracasos y al igual que
todas las crisis, la actual ha tenido la virtud de despertar la
creatividad e imaginación en cuanto a las posibilidades de
resolverla. Se habla de la convocatoria a una Asamblea Nacional
Constituyente (la cual, según la Carta Magna vigente, solo podría modificar una cantidad limitada de artículos). Incluso,
figuras reconocidas por su sensatez y sapiencia, como el
constitucionalista Jorge Mario García Laguardia dicen que “es
tiempo de cambiarla”... lo que no dicen es el “cómo”.
La realidad es que una medida de tal
magnitud solo es posible como resultado de un rompimiento
constitucional; extremo que en Guatemala ha estado a cargo del
Ejército de Guatemala y por lo general ha sido para instaurar un
régimen de terror y control ciudadano, previo a restablecer el orden
quebrantado. Sin embargo, la institución armada pasa por su peor
nivel de credibilidad y un acto de esa índole no tendría el mínimo
apoyo nacional e internacional. Así es como veo el panorama y, pese
a no ser jurista, tampoco he encontrado algún representante del Foro Nacional que aporte mayores luces al
respecto.
Y, por supuesto, están los más
soñadores, los que en cada crisis ven la oportunidad de desatar un
movimiento revolucionario; un levantamiento popular que dé al traste con todo lo establecido. Uno que rompa con el viejo sistema
y que instaure uno nuevo. Mejor si es de corte marxista, radical y
autoritario (porque solo así se puede transformar Guatemala y
refundar el Estado, dicen). Y están los ilusos, esos cuya participación política se reduce a un like en las redes sociales o al más agresivo insulto que pueda caber en el limitado léxico de muchos chapines.
¿Nueva Constitución? El clamor por elegir una Asamblea Constituye que emita una nueva Carta Magna se estrella con los artículos que limitan tal posibilidad.
Todas estas circunstancias me hacen
recordar que se atribuye a un funcionario del departamento de Estado
la frase: “Lo que daríamos por tener un Árbenz ahora. Vamos a
tener que inventar uno...”. Tal argumento fue expresado en 1981 y
refleja la preocupación gringa ante la anarquía que primaba en el
país a causa de la dictadura luquista (1978-1982). Pero los grandes
líderes habían sido asesinados en los años precedentes y no había
materia para “inventar” un nuevo Jacobo.
El problema en 2017, como en esa
época, es la grave carencia de liderazgos sólidos, confiables y
visionarios. Actualmente, la población ha reaccionado con
indignación ante el destape de casos como el de La Línea, el de Cooptación, el Pacto de Corruptos o la Caja de Pandora. Pero ha sido
solo eso: un desborde de rabia contenida, un escape ante las
frustraciones acumuladas. Un momento aprovechable para sacarle la
madre a los corruptos. “Una revolución que no es”, parafraseando
a Virgilio Álvarez.
Sinceramente, me conformaría si al
menos tuviésemos un Arévalo... o por lo menos alguien con la
convicción de imitarlo en serio. Alguien capaz de descifrar lo
crítico del momento y de comprender que lo urgente, lo inmediato e
indispensable es sacar al país de la crisis, siguiendo una
estrategia conciliatoria, al margen de paroxismos ideológicos,
reorientando el quehacer del Estado y, por supuesto, sin abandonar la
lucha contra la corrupción.
Alguien que -como en el 44- empiece por
ordenar la casa, por impulsar las leyes que de verdad urgen, que
retome la actividad gubernamental con sentido modernista, que
recupere la función institucional que hoy se ha perdido en todos los
ámbitos del Estado.
Lamentablemente, tampoco un Arévalo
por sí solo podría avanzar mucho.
Necesitaría del fuerte respaldo de un movimiento popular sólido y sobre todo, organizado.
Esa es una diferencia toral con respecto al histórico movimiento que
hoy cumple 73 años: lo popular no está en las manos adecuadas. En
1944 fueron los estudiantes, los maestros, los intelectuales y las
mujeres quienes dirigieron la revuelta, pero hoy esas expresiones están monopolizadas por oenegés sin
visión de país, en una sociedad civil circunscrita a un puñado de
gente que antepone la financiación internacional a las
reivindicaciones auténticas. De esa manera nunca se pasará de
ejercer, así sea con toda la libertad del mundo, el sagrado derecho del pataleo.
Error histórico. La indignación popular a causa de los pactos de corruptos ha conducido a un error de lectura, el cual consiste en creer que la Cicig, el MP o las oenegés son los entes llamados a resolver la crisis política.
La lección que nos está dejando la
crisis -apuntalada por la historia- es que le hemos delegado a la
Cicig, al MP y al oenegismo (¿Qué, no tienen prohibido participar en política), los roles de grandes componedores del sistema político, para lo cual no están capacitados ni legitimados. La consigna debiera ser: unos a perseguir a los Ciacs y los otros a
desarrollar proyectos dentro del sector que les corresponde. La
política nos corresponde a nosotros, al pueblo-pueblo; a quienes
hemos luchado, ayer y hoy, por la instauración de la auténtica
democracia, y a los jóvenes y mujeres que exigen y son capaces de
construir un mundo mejor.
¡Si tan solo
tuviésemos un Arévalo!
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