Por: Edgar Rosales
Como es lógico en un país que se asume democrático, en Guatemala ha surgido una agria polémica en torno a la iniciativa de ley contra actos terroristas. Las discrepancias consisten en que una parte del proyecto, decididamente censurable, pretende criminalizar las protestas sociales al enmarcarlas dentro de dicha normativa. Sin embargo, la posibilidad de que se pueda aprovechar para restringir el uso de las redes sociales -la otra parte- sí debería ser objeto de, al menos, un serio debate.
Y es que la propuesta busca crear el delito de «ciberterrorismo» o «terrorismo cibernético» y castigar a quienes con «fines económicos, políticos, religiosos, ideológicos, militares o cualquier otro» utilicen los medios de comunicación para generar temor en la población. Evidentemente, es una forma de restringir la libertad de expresión, sobre todo en las llamadas redes sociales.
He aquí entonces el meollo del debate. ¿Puede ser regulada, con miras a su restricción, un derecho considerado humano, como es el caso del derecho a la libertad de expresión? La respuesta es: sí. De hecho, el artículo 35 de la Constitución Política, no obstante reconocer ese principio fundamental, al mismo tiempo impone los límites: «Quien en uso de esta libertad faltare al respeto a la vida privada o a la moral, será responsable conforme a la ley».
Es decir, se trata de un derecho con regulaciones, lo aceptemos o no. A la vez, coincide con el principio de que ningún derecho, por importante que sea, es ilimitado. La excepción es el derecho a la vida y de ahí la improcedencia de la pena de muerte, por ejemplo. Y si eso ocurre con un derecho reconocido en la Constitución y en instrumentos internacionales de derechos humanos, como es la libertad de expresión, ¿por qué no habría de restringirse también en las redes sociales?
En realidad no se trata solo de una ocurrencia de un grupo de cuestionables diputados nacionales, como se ha señalado. Es una preocupación global, que ha sido materializada jurídicamente en otras latitudes, aunque estamos claros que aquí se impulsa una versión tropicalizada. Una de las causas principales del terror se originó en las acusaciones a Rusia acerca del uso de las redes para influir sobre los resultados electorales en Ucrania, Francia, Alemania y Estados Unidos.
«Si ni siquiera los países más avanzados en tecnología pueden proteger la integridad del proceso electoral, ¿qué decir de los desafíos que enfrentan los países con menos conocimiento técnico? (…) A falta de hechos y datos, la mera posibilidad de manipulación alimenta teorías conspirativas y debilita la fe en la democracia y en las elecciones, en un momento en que la confianza pública ya se encuentra deprimida», asegura Koffi Annan, exsecretario general de la ONU, en un artículo publicado en la edición más reciente de la revista Nueva Sociedad.
Pero es un recurso que no solamente ha utilizado el travieso Putin. El concepto Efecto de la manipulación de los motores de búsqueda (Seme, por sus siglas en inglés) fue acuñado por Robert Epstein y Ronald E. Robertson, en agosto de 2015, cuando demostraron que se podía orientar el voto de un 20 % o más de indecisos, según los resultados que le ofrezca al público el popular sitio Google. Incluso, aseguran, se ha logrado cambiar tendencias electorales que hasta horas antes del evento se daban por seguras.
Por tales razones, el temor a la amenaza cibernética ha llegado a Estados Unidos, donde se presentó un proyecto de ley de honestidad publicitaria que extendería a las redes sociales las reglas que actualmente se aplican a la prensa, la radio y la televisión. Y en Alemania se aprobó una ley que obliga a las empresas de redes sociales a eliminar comentarios violentos y noticias falsas en un plazo de 24 horas, so pena de castigos cuantificados en millones de euros.
Es natural, entonces, que ante la posibilidad de emitirse una ley similar en Guatemala, algunos conspicuos netcenteros (mundialmente desconocidos fuera de su casa) y quienes utilizan las redes para expresar indignación, rabia e impotencia ante problemas como la corrupción o el despilfarro de recursos públicos, perciban que una iniciativa de esta naturaleza viene a coartar la libertad de expresión. Se trata de una “Ley Mordaza” para que no se diga lo que uno piensa de las mafias, se sugiere en términos generales.
Sin embargo, los tuits y likes no se refieren únicamente a temas políticos. Con la excusa de esa libertad de decir lo que a uno se le antoje, desde Twitter o Facebook se perpetran delitos, no necesariamente cibernéticos, como el acoso, el discurso de odio, la incitación a la violencia, la radicalización y hasta conductas sexuales repugnantes. ¿O acaso esas formas de transgresión deben mantenerse de manera irrestricta, en aras de la libertad de expresión?
El asunto no es tan fácil como emitir una ley. Uno de los temas que es obligado llevar a la mesa de discusión es si el Estado guatemalteco tendría capacidad de regular la actividad en redes sociales, sabiendo que los datos se almacenan y administran en lugares tan distantes como Nueva Delhi, Mountain View o Silicon Valley. (Aunque no pocos internautas proclaman «mi muro es mío y en él escribo lo que me viene en gana». ¡Sí, claro!).
El problema, en sí, es complejo pero no es sano rechazarlo o aceptarlo sin mayor análisis. Annan propone lo siguiente: «Me dispongo a convocar una comisión que incluya a los cerebros de las redes sociales, de la tecnología de la información y a líderes políticos para que nos ayude a resolver estas nuevas cuestiones cruciales. Buscaremos soluciones factibles que sirvan a las democracias, sin dejar de aprovechar las muchas oportunidades que ofrecen las nuevas tecnologías».
¿Y entonces? ¿Defendemos nuestra libertad sin barreras, nos hacemos cómplices de delitos cibernéticos, apoyamos una ley más de dudosa aplicación o esperamos a que la gente aprenda a conducirse con moderación y ética en las redes? ¿O será que vienen las «potencias» a ponernos en cintura, punto este que nos recuerda aquel relato de ficción donde somos controlados y dirigidos por el Gran Hermano? Así las cosas, está guerra por el control cibernético nos abre una valiosa oportunidad de debatir. Bienvenida sea la polémica.