viernes, 20 de octubre de 2017

LO QUE DARÍAMOS POR TENER UN ARÉVALO



Por. Edgar Rosales

Sí, ya sé que el mandatario de turno se ha adelantado al sostener la febril e hilarante idea de ser la encarnación del portentoso líder del Primero Gobierno de la Revolución, el Ché Juan José Arévalo. Obviamente, se trata de un pésimo chiste, digno de Moralejas. Jamás puede haber comparación entre Charly McCarthy (el más famoso muñeco de ventrílocuo) y el iniciador del proceso de transformación social y económica más importante en la historia de Guatemala.

Hablando en serio. Nuestro país se ha precipitado a una crisis política de naturaleza jurídica, con repercusiones económicas que se van a conocer con toda su crudeza dentro de un par de meses y eso no es ninguna apreciación marcada por ideología. Los números no mienten, nos enseñaron en la primaria... y el hambre y desempleo tampoco.

El problema guatemalteco desatado en abril de 2015 ha pasado por diversos diagnósticos, pero ninguno parece dar con la solución mágica. Se ha insinuado una reedición de aquella pro oligárquica Instancia de Consenso surgida en medio del Serranazo de 1993; se han protagonizado marchas y paros, y más recientemente se ha lanzado una Asamblea Ciudadana que no ha tenido la respuesta esperada, entre otras circunstancias por la presencia del rector Carlos Alvarado, cuyos severos cuestionamientos a causa de presuntos hechos de corrupción, anulan su capacidad de convocatoria.


  Carlos Alvarado, rector de la USAC debe entender que no es la persona ad hoc para encabezar     movimientos reivindicativos nacionales. El triste papel desarrollado en su administración lo     descalifica rotundamente.

No obstante los fracasos y al igual que todas las crisis, la actual ha tenido la virtud de despertar la creatividad e imaginación en cuanto a las posibilidades de resolverla. Se habla de la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente (la cual, según la Carta Magna vigente, solo podría modificar una cantidad limitada de artículos). Incluso, figuras reconocidas por su sensatez y sapiencia, como el constitucionalista Jorge Mario García Laguardia dicen que “es tiempo de cambiarla”... lo que no dicen es el “cómo”.

La realidad es que una medida de tal magnitud solo es posible como resultado de un rompimiento constitucional; extremo que en Guatemala ha estado a cargo del Ejército de Guatemala y por lo general ha sido para instaurar un régimen de terror y control ciudadano, previo a restablecer el orden quebrantado. Sin embargo, la institución armada pasa por su peor nivel de credibilidad y un acto de esa índole no tendría el mínimo apoyo nacional e internacional. Así es como veo el panorama y, pese a no ser jurista, tampoco he encontrado algún representante del Foro Nacional que aporte mayores luces al respecto.

Y, por supuesto, están los más soñadores, los que en cada crisis ven la oportunidad de desatar un movimiento revolucionario; un levantamiento popular que dé al traste con todo lo establecido. Uno que rompa con el viejo sistema y que instaure uno nuevo. Mejor si es de corte marxista, radical y autoritario (porque solo así se puede transformar Guatemala y refundar el Estado, dicen). Y están los ilusos, esos cuya participación política se reduce a un like en las redes sociales o al más agresivo insulto que pueda caber en el limitado léxico de muchos chapines.


   ¿Nueva Constitución? El clamor por elegir una Asamblea Constituye que emita una nueva         Carta Magna se estrella con los artículos que limitan tal posibilidad.  

Todas estas circunstancias me hacen recordar que se atribuye a un funcionario del departamento de Estado la frase: “Lo que daríamos por tener un Árbenz ahora. Vamos a tener que inventar uno...”. Tal argumento fue expresado en 1981 y refleja la preocupación gringa ante la anarquía que primaba en el país a causa de la dictadura luquista (1978-1982). Pero los grandes líderes habían sido asesinados en los años precedentes y no había materia para “inventar” un nuevo Jacobo.

El problema en 2017, como en esa época, es la grave carencia de liderazgos sólidos, confiables y visionarios. Actualmente, la población ha reaccionado con indignación ante el destape de casos como el de La Línea, el de Cooptación, el Pacto de Corruptos o la Caja de Pandora. Pero ha sido solo eso: un desborde de rabia contenida, un escape ante las frustraciones acumuladas. Un momento aprovechable para sacarle la madre a los corruptos. “Una revolución que no es”, parafraseando a Virgilio Álvarez.


Sinceramente, me conformaría si al menos tuviésemos un Arévalo... o por lo menos alguien con la convicción de imitarlo en serio. Alguien capaz de descifrar lo crítico del momento y de comprender que lo urgente, lo inmediato e indispensable es sacar al país de la crisis, siguiendo una estrategia conciliatoria, al margen de paroxismos ideológicos, reorientando el quehacer del Estado y, por supuesto, sin abandonar la lucha contra la corrupción.

Alguien que -como en el 44- empiece por ordenar la casa, por impulsar las leyes que de verdad urgen, que retome la actividad gubernamental con sentido modernista, que recupere la función institucional que hoy se ha perdido en todos los ámbitos del Estado.

Lamentablemente, tampoco un Arévalo por sí solo podría avanzar mucho. Necesitaría del fuerte respaldo de un movimiento popular sólido y sobre todo, organizado. Esa es una diferencia toral con respecto al histórico movimiento que hoy cumple 73 años: lo popular no está en las manos adecuadas. En 1944 fueron los estudiantes, los maestros, los intelectuales y las mujeres quienes dirigieron la revuelta, pero hoy esas expresiones están monopolizadas por oenegés sin visión de país, en una sociedad civil circunscrita a un puñado de gente que antepone la financiación internacional a las reivindicaciones auténticas. De esa manera nunca se pasará de ejercer, así sea con toda la libertad del mundo, el sagrado derecho del pataleo.













Error histórico. La indignación popular a causa de los pactos de corruptos ha conducido a un error de lectura, el cual consiste en creer que la Cicig, el MP o las oenegés son los entes llamados a resolver la crisis política. 

La lección que nos está dejando la crisis -apuntalada por la historia- es que le hemos delegado a la Cicig, al MP y al oenegismo (¿Qué, no tienen prohibido participar en política), los roles de grandes componedores del sistema político, para lo cual no están capacitados ni legitimados. La consigna debiera ser: unos a perseguir a los Ciacs y los otros a desarrollar proyectos dentro del sector que les corresponde. La política nos corresponde a nosotros, al pueblo-pueblo; a quienes hemos luchado, ayer y hoy, por la instauración de la auténtica democracia, y a los jóvenes y mujeres que exigen y son capaces de construir un mundo mejor.

¡Si tan solo tuviésemos un Arévalo!


No hay comentarios:

Publicar un comentario