En un artículo intitulado Guerra por el control de las redes sociales publicado el pasado lunes 26 de febrero aquí en gAZeta, presenté un esbozo general acerca de diversos ángulos relacionados con la propuesta conocida a nivel popular como «ley antiterrorista» que considero preciso conocer, antes de entrar a una discusión más específica acerca de las motivaciones que, a nivel local, han conducido a un grupo de diputados sobrevivientes del Pacto de Corruptos a proponer semejante iniciativa.
De hecho, perseguir a las maras bajo el señuelo del terrorismo es una medida populista y cosmética, pero la mayor preocupación entre los internautas gira en torno a la posibilidad de que con este instrumento jurídico se violente la libertad de expresión, especialmente en las redes sociales, al crear figuras delictivas que vienen a coartar la posibilidad de sacarle la madre a los corruptos (nada más se puede hacer por dicho medio, hay que decirlo).
No me cabe la menor duda que semejante propuesta no solo constituye un acto de inexcusable ceguera política, sino de soberana estupidez (quise encontrar un calificativo más suave y a la vez ilustrativo pero, sorry, no existe). Es obvio que ese grupo que está al borde de un ataque de nervios está dispuesto a exponerse a una ridiculez global, con tal de mantenerse en el poder y, sobre todo, evitar convertirse en huéspedes de Mariscal Zavala por tiempo indefinido, con las consiguientes troleadas que conlleva un escenario de tales proporciones.
Sin embargo -sugería en mi artículo anterior-, también es una buena oportunidad para tener una idea completa acerca de las circunstancias que han llevado, en otros países -algunos muy desarrollados-, a considerar que el control del Estado, especialmente sobre el mal uso que algunos hacen de las redes sociales, se haya convertido en un tema que amerita atención.
Existen, entonces, tres elementos a considerar alrededor de esta propuesta de ley: 1) La intención -real o ficticia- de restringir la libertad de expresión por medio de la penalización de opiniones que a partir de su vigencia pueden considerarse delitos. 2) La preocupación mundial que ha causado el uso de redes sociales para perpetrar hechos -y no solo comentarios- que transgreden normas jurídicas y de derechos humanos. 3) La posibilidad real, de que con ley o sin ella, el tema sea arbitrado por sistemas foráneos, cabe decir, por los verdaderos dueños de las redes.
En el primer caso, no es asunto nuevo pero es obvio que se trata de otra de las típicas maniobras fascistoides que han caracterizado al Gobierno encabezado por Jimmy Morales, coyuntura que ha sido perfectamente aprovechada por el alcalde Álvaro Arzú y el apoyo incondicional -durable solo mientras sea útil- de lo más despreciable que ha llegado al palacio legislativo.
Hasta hoy, en los países donde se ha regulado el uso de las redes sociales, no se han impuesto medidas represivas sino económicas -salvo en algunas naciones islamistas- como las presentadas por nuestro macondiano Congreso. En países democráticos una iniciativa de ese tipo jamás podría ver la luz jurídica y en Guatemala debiese ocurrir lo mismo. Basta con que una persona impugne la inconstitucionalidad de su contenido para que sea enviada al cesto de la basura. Sin embargo, lo que no se debe perder de vista es la intencionalidad retrógrada y vacía de un régimen que ya perdió totalmente la credibilidad, pero que no está dispuesto a caer sin librar la última batalla, así tenga que sacar a relucir oprobiosas prácticas de gobiernos dictatoriales.
En cuanto al segundo punto, debemos entender que la preocupación manifestada en otras naciones tiene algunos argumentos válidos, básicamente los que se sustentan en dos grandes renglones: a) la lucha internacional contra el terrorismo, que en no pocos casos ha utilizado los recursos de internet para llevar a cabo sus fines, y b) la utilización de las redes sociales para perpetrar hechos al margen de la ley.
Estos dos grandes aspectos han generado conceptos para explicar el problema: censura y poscensura. Según explica el experto Gonzalo Toca, en una entrevista en Cambio 16: «La principal diferencia entre la censura y la poscensura es que, mientras la primera es vertical y depende de la mano de hierro del Estado y de las prioridades de un régimen dictatorial, la segunda existe gracias a unos usuarios que se adhieren espontáneamente a la agenda que promueve un grupo de presión».
Y a continuación dibuja el panorama por medio de un ejemplo muy ilustrativo: «Un colectivo asegurará que representa a millones de personas -un grupo feminista dirá que lo hace en nombre del feminismo y un grupo católico en nombre de los católicos- muy ofendidas con las opiniones de un sujeto determinado, al que se dispone a acosar, insultar y humillar en las redes sociales, hasta que ‘rectifique’».
Juan Soto Ivars en su libro Arden las redes apunta que: «Una (…) campaña en redes sociales provocará el silenciamiento de los puntos de vista moderados y la configuración de dos bloques extremos que se enfrentan en una guerra cultural (…). Llegamos así a un mundo ideal para los extremistas, porque la guerra proyectará la imagen de que la sociedad está dividida en dos bloques irreconciliables y radicalizará por el camino a miles de ciudadanos moderados y razonables». Muy familiar en nuestro medio, ¿verdad?
El tercer elemento parece ser el que, al final, será el más factible de aplicar en materia de control: la intervención directa de Mark Zuckerberg et al. como reales censores del mundo. De hecho, la semana anterior nos obsequiaron una pequeña muestra de su inmenso poderío al bloquear ciertas cuentas que fueron denunciadas y calificadas como generadoras de fake news (noticias falsas).
Por ello, quizá la gran lección que debemos aprender -como personas o sectores afines al movimiento popular- es que no debemos limitar nuestros medios de lucha a la intensa y activa presencia en redes sociales. Está demostrado que su incidencia es transitoria, ni la Primavera Árabe ni la Plaza 2015 lograron sobrevivir más allá de reivindicaciones transitorias.
Decididamente, la organización, el convencimiento, la formación y otras formas de lucha -por muy tradicionales que parezcan- en realidad siguen siendo el método de elección para lograr transformaciones. Si logramos esto… ¡las “leyes mordaza” nos pelan los dientes!
Imagen principal tomada de El Diario.
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