jueves, 1 de febrero de 2018

ISRAEL NO ES ISRAEL



Por: Édgar Rosales

El conflicto entre palestinos e israelíes, puesto en boga en Guatemala tras la errónea decisión de trasladar la embajada chapina a Jerusalén, es uno de esos temas irresolubles, en los que resulta difícil ponerse de acuerdo. Así ha sido desde que se desató el problema y, por lo visto, es imposible anticipar si habrá un desenlace final que, ante todo y como mínimo, debería incluir el reconocimiento de los derechos de la población palestina.

Sería deseable proponer un enfoque histórico imparcial, pero esto se dificulta como resultado de las históricas acciones protagonizadas por ambos bandos y que han complicado el tema. En esa línea, se debe admitir que ambos pueblos tienen derecho a un territorio, porque este ya era compartido cuando se emitió el tristemente célebre acuerdo de 1948 (vergonzosamente avalado por Guatemala, aunque presuma de ello) y por medio del cual la ONU benefició abrumadoramente a los israelíes. A partir de entonces, la actitud avasalladora de Israel dificulta la intención de asumir posiciones a su favor.

En este proceso, los israelíes han desarrollado una intensa guerra desde distintos frentes. El más deleznable es el recurso del chantaje espiritual, consistente en hacer creer a infinidad de incautos que el Estado de Israel es el mismo pueblo elegido de Dios en los lejanos tiempos bíblicos y por ende -dicen- todo aquel que cuestione sus pretensiones, comete pecado y merece la condena eterna.

Ese mecanismo de dominación tan perverso, empero, tergiversa de manera inaceptable los principios bíblicos. Los israelíes denigran el carácter divino de su Creador y le otorgan características de un simple ser humano; uno que, además, es capaz de experimentar pasiones tan deplorables, como esa de tener preferencias entre el fruto de su obra.

Otro argumento chantajista lo encontramos en el hábito de citar el texto bíblico para reivindicar la posesión del territorio actualmente en disputa, con el argumento de que Dios les dijo que el territorio les pertenecía. Es decir, no importa rebajarle el carácter de sagrada escritura para convertirlo en un vulgar libro de bienes raíces, si ello apuntala sus propósitos expansionistas -y de otro tipo-.

Pero, haciendo a un lado dogmas religiosos, a los cuales rechazo acudir por lo improductivo que resultan en una discusión, es preciso preguntarse ¿cómo empezó todo esto? Historiadores aseguran que se trata de un conflicto que surgió en la época cuando se escribió el Antiguo Testamento. Desde la perspectiva histórica – que en alguna medida es confirmada por los textos sagrados-, es preciso anotar que desde la antigüedad, tanto judíos como cristianos y musulmanes comparten vínculos en torno a Jerusalén. La legislación internacional lo confirma al declararlo lugar en disputa en más de una resolución de la ONU. Por tanto, jamás puede ser declarado capital de Israel de manera unilateral, como pretende Trump, con el respaldo del anodino presidente guatemalteco.

Pero volviendo a la historia, pareciera que la condición de “pueblo elegido” nunca se manifestó con hechos, porque los judíos fueron atacados por las poderosas civilizaciones del mundo antiguo, haciéndolos sufrir muerte, persecuciones y un exilio que se prolongó por siglos, a ciencia y paciencia de su Dios. Justo es reconocer que la Diáspora no los amilanó y al asentarse en diversos lugares del mundo, se dedicaron a lo que mejor saben: hacer dinero.

En 1881, Moses Hess plantea por primera vez la recuperación del territorio que consideraban como la madre patria y ello da lugar a una gran ola de inmigración judía a Palestina, poniendo fin a las relaciones más o menos armónicas que habían mantenido hasta los israelíes que decidieron quedarse en su territorio, los palestinos que trabajaban las tierras abandonadas y otros pueblos árabes. Al llegar el siglo XX, Theodor Herzl, considerado fundador del sionismo, propicia una nueva incursión de 40 mil judíos, desplazando a miles de palestinos que ocupaban las tierras que los judíos habían dejado a su suerte.

Un hecho importantísimo, que a menudo se omite en el recuento histórico, es la famosa Declaración Balfour, suscrita por John Balfour, ministro de Exteriores de Gran Bretaña, por medio de la cual anuncia el interés del gobierno de Su Majestad, de establecer en Palestina un hogar nacional para el pueblo judío. Este antecedente, no obstante, a menudo es tergiversado por fanáticos sionistas, quienes aseguran que el texto únicamente contemplaba el reconocimiento de un hogar para los israelíes, no así para los palestinos.

En esas circunstancias, la Segunda Guerra Mundial encuentra a los judíos como grupos muy prósperos pero aislados de las sociedades de Alemania, Polonia, Bielorrusia e incluso en varios países latinoamericanos, como Argentina, donde habían logrado éxito y posición. Para entonces, numerosas generaciones de judíos nacen en los lugares donde se asientan. Luego de terminar la conflagración, algunos judíos sionistas llegaron a la convicción de que la victimización tras el Holocausto era un buen negocio, pero este tendría mejores réditos si se planteaban las demandas como un país unido, y no como grupos dispersos por el mundo.

Es así – a grandes pinceladas- que llega el 14 de mayo de 1948, y la ONU proclama el Estado de Israel, partiendo el territorio palestino en dos partes; división que resultó en perjuicio de estos últimos al corresponderles tierras de mala calidad y en menor proporción a la asignada a los judíos. Posteriormente, el organismo mundial determina que las ciudades de Jerusalén y Belén tendrían un tratamiento especial, quedando bajo control internacional. Nacía así el Estado de Israel, no la nación de Israel, a la cual hace referencia la Biblia.

Mapa que ilustra cómo Israel fue adueñándose del territorio palestino, a partir de 1948. 

Para comprender mejor esto, es preciso recordar que nación y estado son conceptos particulares y distintos. Las naciones son antiguas y se les puede definir como “el conjunto de personas, por lo general que nacen en el mismo lugar, que hablan el mismo idioma y tienen las mismas costumbres, formando de esta manera un pueblo o un país”. Es el caso de la nación egipcia, la nación maya, la nación eslovaca, la nación catalana... la nación judía. El estado, por su parte, es “la comunidad social con organización política común y un territorio y órganos de gobierno propios; que es soberana e independiente políticamente de otras comunidades”. El estado de México, estado de Guatemala... el estado de Israel.


Por estas razones, es inaudita la relación directa que se pretende establecer entre la nación judía y el estado de Israel, siendo dos entidades distintas y sin más vínculos que los históricos o biológicos. Tan distinto es uno del otro, que los santos varones del Antiguo Testamento, como Moisés, Abraham o Isaac, en nada pueden compararse a genocidas de la talla de Moshé Dayan o Ariel Sharon, el León de Sabra y Shatila, responsable de las masacres perpetradas en dichos lugares, en 1983 y donde miles de palestinos perecieron a manos de árabes libaneses, pero con el apoyo descarado del ejército israelí.

Mapa que ilustra la expansión del territorio israelí a partir de 1946.
(Tomado de www.rebelion.org)

Y si la repartición del territorio palestino impuesta en 1948 fue desventajosa para sus dueños, la expansión judía desarrollada a partir de las guerras de 1956, 1967, 1973 e inicios del siglo XXI prácticamente han hecho que Israel se apropie de la totalidad del país. Cisjordania se ha poblado con asentamientos ilegales, donde se observan prácticas muy similares al Apartheid sudafricano y la Franja de Gaza ha sido calificada como “la cárcel a cielo abierto más grande del mundo”. Y es que se trata de una lengua de tierra donde viven hacinados más de 1.8 millones de palestinos cercados por un infame muro y donde no pueden ingresar productos sin autorización del gobierno israelí. Sí, un gueto similar al de Treblinka durante la Segunda Guerra Mundial.

Por todos estos antecedentes, es repugnante afirmar que la decisión de trasladar la embajada de Guatemala a Jerusalén es producto de las “excelentes relaciones” de Guatemala con Israel. Si alguna acción sensata corresponde al gobierno de Jimmy Morales, es dar marcha atrás a esa absurda decisión y hacer, durante el tiempo que le resta a su administración, el mejor esfuerzo para diseñar una política internacional acorde a las tendencias actuales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario