Por: Edgar Rosales
Que Guatemala está viviendo una de las crisis políticas más explosivas de su historia, es una triste perogrullada. Que se desvaneció la despolarización ideológica que aparentemente rigió el ambiente político de las últimas décadas, es otra verdad verificable hasta en las tertulias de café. Y que no hay liderazgos a la vista, constructivos y capaces de reorientar la vida social de este país, es otra certeza amarga que nos flagela.
Y es que casi sin darnos cuenta, al creernos el dogma de que las ideologías contrapuestas eran cosa de la historia, caímos en una falacia más infame, al autocomplacernos con eso de que la lucha ya no es entre izquierdas y derechas sino que fue desplazada por aquella mítica conflagración entre el bien y el mal (ahora materializada en la dicotomía corruptos versus anticorruptos). Cualquier criterio ajeno a este esquema, se dice, simplemente está fuera de lugar.
Por otro lado, esa situación crítica nos conduce a meditar en lo que muy acertadamente señala el doctor Olmedo España por medio de su brillante artículo Para entender Guatemala y del cual subrayo su conclusión «la lectura del análisis de coyuntura es insuficiente para comprender una sociedad tan compleja como la nuestra».
En efecto, los escandalosos acontecimientos del día a día prevalecen, dolorosamente, sobre el análisis de fondo, produciendo una interpretación fragmentada de los grandes retos que enfrentamos en esta sociedad difícil de entender y, sobre todo, en esta época de peculiar incertidumbre.
Un buen ejemplo de esta pasión por lo coyuntural lo hemos tenido en la reciente lucha que se libró alrededor de la figura del procurador de los Derechos Humanos, Jordán Rodas, y la polémica acerca de si debía o no atender la citación que le hiciera el grupo más impresentable de diputados al Congreso, supuestamente para explicar su eventual participación en el acto feminista radical denominado la procesión de la Poderosa Vulva.
Al margen del derecho de expresión que asiste a quienes montaron dicha procesión e incluso al margen de la santa ira que se apoderó del cachurequismodesquiciado, lo preocupante es que un hecho insignificante para la vida del país terminó por desencadenar una agria situación en la que grupos y personas ultraconservadoras se enfrentaron con grupos y personas progresistas. Unos y otros sacaron a relucir una impresionante agresividad, que de haber ocurrido en épocas pretéritas no habría faltado quien buscara la forma de dilucidarlo por medio de las balas.
A nadie escapa que los congresistas promotores de este acto político, disfrazado con ropaje jurídico, de ninguna manera buscaban «reivindicar las buenas costumbres y la ofensa proferida contra los más sagrados sentimientos de la población católica». Era tan solo un hipócrita acto de vendetta en contra del procurador, a quien se la tienen jurada por haberse atrevido a promover un amparo en favor del comisionado Iván Velásquez, de la Cicig, cuando el presidente Morales pretendió expulsarlo del país, en septiembre pasado.
Al final, esta desmedida batalla fue resuelta por la Corte de Constitucionalidad (CC), al tenderle una especie de salvavidas a Rodas y librarlo de lo que se anticipaba como un descomunal linchamiento político. Por supuesto, ahora los detractores del magistrado de conciencia denostan contra los titulares de la CC, acusándolos, ¡mire nada más!, de «servir a los intereses de la izquierda que pretende venezualizar a Guatemala». Y los progresistas, por su parte, se adjudican el amparo como «un triunfo del Estado de derecho».
Pero el caso es que la coyuntura fue resuelta -al menos así parece al momento de escribir estas líneas-, pero el o los problemas de fondo continúan inalterables: la convulsión social apenas encontró una efímera válvula de escape, que durará hasta que se presente la siguiente crisis de coyuntura y el Estado, en general, seguirá operando con las deficiencias de siempre. Y mientras tanto, la crisis general, la grande a la que aludimos, sigue su marcha nefasta e incontenible.
Y de paso queda demostrado -una vez más- que uno de los temas de fondo en este caso sigue siendo el desmesurado poder que los diputados constituyentes le otorgaron a la CC, desde el momento que consagraron en la Constitución de la República las palabras mágicas: «No hay ámbito que no sea susceptible de amparo…» (artículo 265). Este sí es un problema toral, que mientras persista en el texto de la Ley Suprema, seguirá siendo utilizando por tirios y troyanos y por moros y cristianos, para resolver temas circunstanciales.
Otra manera perversa de buscarle «salidas a la crisis» nos viene desde el ámbito mediático. Tal y como hemos mencionado en más de una ocasión, es en las salas de redacción y no precisamente en las judicaturas donde se decide quién es culpable y quién no. Lo importante para los directores, en el escenario actual, es si usted -funcionario o no- ha sido señalado por la dupla Cicig-MP. Ese nimio detalle bastará para que su reputación o su carrera de años se haga trizas ante el dedo manipulador de la «opinión pública».
Peor aún si alguien, después de ser acusado, resulta absuelto. Tal desenlace solo podría explicarse como resultado de las acciones que se siguen perpetrando en el corrupto sistema de justicia. No hay ninguna otra posibilidad. Si ellos lo acusaron, es porque así era y punto. ¡Jueces vendidos!, se añade con furia.
Así las cosas, vivimos un panorama de alto octanaje, donde la polarización, la descalificación y la desactivación de problemas urgentes -problemas que ya existían desde antes de la venida de la Cicig- ensombrecen cualquier esfuerzo o iniciativa de encontrar soluciones integrales y estructurales por la vía del diálogo, ante lo cual solamente se atina a cuestionar ¿quién podrá desactivar esa bomba?
Es cierto: hoy no hay balas, pero a cambio se cuenta con instrumentos mucho más demoledores e inmanejables: la desconfianza, la intolerancia y el cortoplacismo son apenas algunos. El peor, sin embargo, es que esa situación de explosividad puede finalmente convertirse en el tan temido estallido social incontrolable.
¡Ah, coyuntura maldita! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!