Ydígoras Fuentes, Lucas García, Óscar Berger… tres mandatarios que, no obstante haber ejercido el poder en épocas muy diversas de nuestra historia, acusan rasgos comunes en su estilo de liderazgo y personalidad: bonachones pero autoritarios, ignorantes de asuntos de Estado, irrelevantes en ejecutorias de beneficio general y, ante todo, con un escaso dominio del sentido común.
Y parece que el presidente de turno, Jimmy Morales se empeña en hacer méritos descomunales para incorporarse a dicho pelotón. Y es que, al igual que aquellos, lanza cada dislate cada vez que tiene oportunidad, lo cual conduce a cuestionarnos si continúa tan ignorante en temas de gestión pública como lo estaba el 14 de enero de 2016, o si esto ya es un problema de tipo psicobiológico de difícil solución.
Da la impresión que al presidente Morales le ha ocurrido algo parecido a aquello que decía lord Acton en cuanto a que “El poder tiende a corromper y el poder absoluto, corrompe absolutamente”, solo que en su caso tiene un sentido más alarmante: el poder absoluto lo ha embrutecido absolutamente.
En efecto, los acontecimientos de agosto y septiembre, relativos a su fallido intento de expulsar a Iván Velásquez, jefe de la Cicig y de consumar el Pacto de Corruptos fueron torpezas descomunales. El rechazo de la población ante estas maniobras lo llevó a enfrentar la mayor movilización de rechazo que un presidente ha sufrido antes de llegar al segundo año de su mandato.
Sin embargo, lejos de hacerle reflexionar y adoptar medidas para bajar la efervescencia y así buscar mecanismos de equilibrio, lo que ha hecho excede cualquier límite de razonabilidad. Lamentablemente, esto no es solo por su falta de lucidez. La oposición articulada en contra de sus maniobras anodinas también bajó de nivel y esto no ha pasado inadvertido para la Juntita militar que le asesora y la camarilla de aduladores que tampoco tienen muy bien amueblado el cerebro.
Esa torpe actitud de autosuficiencia le ha llevado a concebir la posibilidad de arrasar con el control total del aparato estatal. Hasta ayer deliraba con tener un presupuesto enorme, sin candados y sin normas de transparencia y terminar de destruir la poca credibilidad que le queda al Congreso de la República, pegando la aprobación presupuestaria a la elección de una Junta Directiva que le sea afín y leal hasta la ignominia, como ya ha sucedido con el Pacto de Corruptos. Es decir, ganar más poder para seguirse corrompiendo y, de paso, seguirse embruteciendo con el poder.
No me extrañaría en absoluto, que en el paroxismo de la estulticia tratara de incidir desde el Ejecutivo en la próxima y crucial elección de Fiscal General, usando de la manera más abyecta toda la influencia de esa Juntita y, por supuesto, viéndolo como una oportunidad para seguir acumulando más poder… y más embrutecimiento. Y es que nadie puede afirmar que el presidente y sus adláteres puedan hacer uso del poder para asuntos sensatos. ¡Vamos! Ni siquiera para emitir declaraciones coherentes acerca de los temas que les involucran.
Así es como hemos tenido que digerir los discursos vacíos e insustanciales del excomediante (¿o todavía sigue siéndolo?) al referirse a temas serios y ver que las palabras brotan tempestuosas de su boca, pero por más que uno busque, es imposible encontrar un gramo de coherencia.
Y tal como se afirma en la administración pública, los subalternos suelen repetir los patrones de conducta de sus jefes. Por ello no extraña que en el caso de Arzú, la mayoría de funcionarios traten a los empleados municipales con muestras auténticas de despotismo. Ahora, en el caso de Jimmy Morales, sus funcionarios parecen seguir también el patrón de la estupidez como método de administración.
¿O qué otro calificativo le merece a usted, cuando el vocero Heinz Heimann sale a poner la cara y asegurar, con total desfachatez, que hablar del Pacto de Corruptos es una calumnia, cuando todo el mundo se dio cuenta de la burda maniobra que el presidente pretendió urdir mediante el uso abusivo y poco inteligente del poder?
Pero, claro, qué se puede esperar cuando el jefe del Ejecutivo se niega a reconocer, siquiera por asumir una actitud mesurada y política, que en realidad sí está obligado a ventilar las reuniones que sostiene con terceros. Parece, siempre dentro de ese marco limitado de juicio, que se ha creído el mito que el presidente manda en el Gobierno y que puede pasarse las leyes por donde mejor le parezca.
Por supuesto, es comprensible que deba reunirse con diputados al Congreso de la República, lo cual en modo alguno significa intromisión de poderes. ¡A dónde iríamos a parar si el jefe del Ejecutivo no pudiera sostener intercambios con los representantes del Legislativo u otras fuerzas políticas! Sería impensable arribar a acuerdos nacionales, los cuales son indispensables para asegurar la gobernabilidad.
Sin embargo, argumentar que no está obligado a dar razón de los encuentros y las personas que recibe, y sobre todo cuando han trascendido pormenores de la reunión con una decena de diputados, es una muestra indigerible de su monumental torpeza. Ydígoras, Lucas y Berger deben sonreír de saber que hay alguien que les disputa el dudoso honor que cultivaron.
Debo subrayar que no acostumbro restregarle a los electores su decisión de llevar a un ser anodino a la Presidencia. Mi formación democrática me indica que la voluntad del pueblo se debe respetar, aunque no estemos de acuerdo con esta. Lo que no puedo dejar de preguntarme es: ¿cómo puede un pueblo que se autodenomina inteligente ser seducido y engañado por un tipo de inteligencia infinitamente pueril?
Mucho me temo que es necesario complementar la gastadísima frase de lord Acton, para darle más certeza aún: “Hay casos en los que el poder embrutece absolutamente”. ¿Conoce usted alguno?
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