Por: Édgar Rosales
No
importa cual sea la naturaleza del problema. Da igual si se trata de
la tarifa del servicio eléctrico, de un
ministro que se porta mal, de un oficio ofensivo o del rechazo a la
inscripción de su perro en un concurso de mascotas. Para todo eso
existe la Corte de Constitucionalidad, órgano estatal dotado de la
capacidad de resolver (aunque a veces ello signifique complicar) situaciones como las antes enunciadas. Con toda justicia
se le identifica por sus siglas: CC (Corte Celestial).
Sin
embargo, la CC es solo el eslabón más
alto de un peculiar sistema jurídico que se ha ido construyendo en
el país, y el cual se caracteriza por la integración de un régimen
que somete a su voluntad a los demás organismos del Estado. Las
otras partes de la cadena están constituidas por el Ministerio
Público (MP) y un ente ajeno a la estructura jurídico-política
tradicional: la Cicig.
De esa
manera se ha configurado una versión criolla de lo que el francés
Édouard Lambert denunció en su libro “El Gobierno de los Jueces" y en el cual critica el
otorgamiento a las cortes de un poder legislativo con dimensiones aún
superiores a las del Parlamento. Esto se ha traducido en la
instauración de un suprapoder que subordina al Congreso y al
Ejecutivo, y que llega al extremo de decidir hasta en la emisión de
simples notas administrativas. Es decir:intromisión en asuntos políticos de parte de quienes solo están
designados para administrar justicia. La politización de la
justicia, pues.
En
realidad la CC viene actuando dentro de esa lógica desde hace varios
años, pero es obvio que su poder se apuntala y logra más
protagonismo desde que Cicig y MP empezaron a perseguir la
corrupción, en abril de 2015. Los motivos de esta alineación en
alguna medida son espurios -porque más de algún magistrado busca
evitar que la persecución lo alcance ante posibles ilícitos
cometidos-, y por ello es que en los últimos tiempos hemos visto
acciones perfectamente coordinadas (incluso con la otrora rebelde y
autónoma Corte Suprema de Justicia) a la hora de someterse a su
consideración ciertas acciones de tipo penal. O que aparentan ser
penales, en algunos casos.
Por
supuesto, no se defienden las actitudes erráticas del presidente
Jimmy Morales que han ameritado la intervención de la CC, o las de
algunos de sus anodinos ministros al tergiversar el objeto de algunas
medidas de tipo administrativo. El cuestionamiento es mucho más
profundo, porque se trastocó la esencia de la administración de
justicia al convertirla en perseguidora, no de los políticos delincuentes, sino de la política y los
políticos. La judicialización de la política, pues.
Veamos.
Un asunto es la lucha contra la corrupción que han emprendido la
Cicig y el MP. En algunos aspectos esta dupla ha tenido éxitos y en
eso no hay mayor discusión, pero esa lucha tampoco ha sido
transparente e incuestionable. El hecho de acusar por los medios de
comunicación sin haber presentado evidencias ante una judicatura o,
incluso, de capturar a los presuntos responsables sin haber sido
citados previamente por tribunal competente, son apenas dos de las
manchas que ponen en entredicho los propósitos de ese gobierno de jueces en que se transformó nuestro Estado democrático y republicano.
Otro
caso es la figura del colaborador eficaz. Esta fue muy efectiva
cuando se trató de Juan Carlos Monzón y Eduardo González (Eco),
porque ambos pertenecían al núcleo de la estructura mafiosa y desde
el principio aportaron pruebas que respaldaron las hipótesis
preliminares presentadas por Cicig y MP.
Pero ello no ocurre en casos como el de José Liu Yon, exgerente del Bantrab -quien padece cáncer en fase terminal- o el de Alejandra
Reyes, exesposa del reo Byron Lima,
porque resultan ser solo testigos
periféricos, cuyas declaraciones de ninguna manera revelan la
existencia de alguna “estructura” ni aportan pruebas
concluyentes.
Así
las cosas, ¿quién asegura que un colaborador eficaz, con el afán
de escapar a la justicia, acceda a presentar una versión “sugerida”
por un fiscal? ¿Quién garantiza que,
tal como se especula, ciertos casos de tipo político están
determinados por la urgencia de Thelma Aldana de dejarlos
encaminados, a fin de despejar su camino hacia la Presidencia, como parece ser su objetivo?
Lo que
otorga fuerza a esta última hipótesis está vinculado con las
denuncias de supuesto financiamiento electoral ilícito contra
partidos políticos. En primer lugar, dicha figura es un delito de
acción pública, cuya persecución compete única y exclusivamente
al MP. Lo entendamos o no, aquí la Cicig se excedió de su mandato.
Y en el caso de la UNE no cabe la aplicación de tal figura delictiva
porque, antes bien, cumple con los requisitos que la exoneran: el aporte fue declarado ante el Tribunal Supremo Electoral,
se conoce el nombre de los financistas, el origen de los fondos y su
procedencia lícita.
Lamentablemente,
estos razonamientos son imposibles de debatir en una sociedad
dividida donde los jueces han definido que es “bueno” todo aquel
que los respalde, sin chistar, en esta lucha contra la corrupción y
se coloca en el bando de los “rudos” todo aquel que los objete.
Esa
actitud es comprensible, debido a que en los últimos años se
acentuó la crisis de confianza hacia los poderes Ejecutivo y
Legislativo, además de un evidente
debilitamiento de la credibilidad en los partidos políticos, por lo que el ciudadano de a pie siente que la respuesta a sus
demandas se encuentra en los entes investigadores, a quienes aplaude
por perseguir a quienes considera que le fallaron.
Pero
contribuir a la debacle de lo que está mal tampoco es solución. La
gorda obligación del MP y Cicig debe ser la persecución del
culpable y procurar la exculpación del inocente. A la población nos
toca redefinir nuestro sistema político.
Temas
puramente políticos, como el transfuguismo, la calidad de candidatos
o la reelección, son procesos de formación interna, en los cuales
nada tiene que ver un gobierno de jueces.
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