Por: Édgar Rosales
El
conflicto entre palestinos e israelíes, puesto en boga en Guatemala
tras la errónea decisión de trasladar la embajada chapina a
Jerusalén, es uno de esos temas irresolubles, en los que resulta
difícil ponerse de acuerdo. Así ha sido desde que se desató el
problema y, por lo visto, es imposible anticipar si habrá un
desenlace final que, ante todo y como mínimo, debería incluir el
reconocimiento de los derechos de la población palestina.
Sería
deseable proponer un enfoque histórico imparcial, pero esto se
dificulta como resultado de las históricas acciones protagonizadas
por ambos bandos y que han complicado el tema. En esa línea, se debe
admitir que ambos pueblos tienen derecho a un territorio, porque este
ya era compartido cuando se emitió el tristemente célebre acuerdo
de 1948 (vergonzosamente avalado por Guatemala, aunque presuma de
ello) y por medio del cual la ONU benefició abrumadoramente a los
israelíes. A partir de entonces, la actitud avasalladora de Israel
dificulta la intención de asumir posiciones a su favor.
En
este proceso, los israelíes han desarrollado una intensa guerra
desde distintos frentes. El más deleznable es el recurso del
chantaje espiritual, consistente en hacer creer a infinidad de
incautos que el Estado de Israel es el mismo pueblo elegido de Dios
en los lejanos tiempos bíblicos y por ende -dicen- todo aquel que
cuestione sus pretensiones, comete pecado y merece la condena eterna.
Ese
mecanismo de dominación tan perverso, empero, tergiversa de manera
inaceptable los principios bíblicos. Los israelíes denigran el
carácter divino de su Creador y le otorgan características de un
simple ser humano; uno que, además, es capaz de experimentar
pasiones tan deplorables, como esa de tener preferencias entre el
fruto de su obra.
Otro
argumento chantajista lo encontramos en el hábito de citar el texto
bíblico para reivindicar la posesión del territorio actualmente en
disputa, con el argumento de que Dios les dijo que el territorio les
pertenecía. Es decir, no importa rebajarle el carácter de sagrada
escritura para convertirlo en un vulgar libro de bienes raíces, si
ello apuntala sus propósitos expansionistas -y de otro tipo-.
Pero,
haciendo a un lado dogmas religiosos, a los cuales rechazo acudir por
lo improductivo que resultan en una discusión, es preciso
preguntarse ¿cómo empezó todo esto? Historiadores aseguran que se
trata de un conflicto que surgió en la época cuando se escribió el
Antiguo Testamento. Desde la perspectiva histórica – que en alguna
medida es confirmada por los textos sagrados-, es preciso anotar que
desde la antigüedad, tanto judíos como cristianos y musulmanes
comparten vínculos en torno a Jerusalén. La legislación
internacional lo confirma al declararlo lugar en disputa en más de
una resolución de la ONU. Por tanto, jamás puede ser declarado
capital de Israel de manera unilateral, como pretende Trump, con el
respaldo del anodino presidente guatemalteco.
Pero
volviendo a la historia, pareciera que la condición de “pueblo
elegido” nunca se manifestó con hechos, porque los judíos fueron
atacados por las poderosas civilizaciones del mundo antiguo,
haciéndolos sufrir muerte, persecuciones y un exilio que se prolongó
por siglos, a ciencia y paciencia de su Dios. Justo es reconocer que
la Diáspora no los amilanó y al asentarse en diversos lugares del
mundo, se dedicaron a lo que mejor saben: hacer dinero.
En
1881, Moses Hess plantea por primera vez la recuperación del
territorio que consideraban como la madre patria y ello da lugar a
una gran ola de inmigración judía a Palestina, poniendo fin a las
relaciones más o menos armónicas que habían mantenido hasta los
israelíes que decidieron quedarse en su territorio, los palestinos
que trabajaban las tierras abandonadas y otros pueblos árabes. Al
llegar el siglo XX, Theodor Herzl, considerado fundador del sionismo,
propicia una nueva incursión de 40 mil judíos, desplazando a miles
de palestinos que ocupaban las tierras que los judíos habían dejado
a su suerte.
Un
hecho importantísimo, que a menudo se omite en el recuento
histórico, es la famosa Declaración Balfour, suscrita por John Balfour, ministro
de Exteriores de Gran Bretaña, por medio de la cual anuncia el
interés del gobierno de Su Majestad, de establecer en
Palestina un hogar nacional para el pueblo
judío. Este antecedente, no obstante, a menudo es tergiversado por
fanáticos sionistas, quienes aseguran que el texto únicamente
contemplaba el reconocimiento de un hogar para los israelíes, no así
para los palestinos.
En
esas circunstancias, la Segunda Guerra Mundial encuentra a los judíos
como grupos muy prósperos pero aislados de las sociedades de
Alemania, Polonia, Bielorrusia e incluso en varios países
latinoamericanos, como Argentina, donde habían logrado éxito y
posición. Para entonces, numerosas generaciones de judíos nacen en
los lugares donde se asientan. Luego de terminar la conflagración,
algunos judíos sionistas llegaron a la convicción de que la
victimización tras el Holocausto era un buen negocio, pero este
tendría mejores réditos si se planteaban las demandas como un país
unido, y no como grupos dispersos por el mundo.
Es
así – a grandes pinceladas- que llega el 14 de mayo de 1948, y la
ONU proclama el Estado de Israel, partiendo el territorio palestino
en dos partes; división que resultó en perjuicio de estos últimos
al corresponderles tierras de mala calidad y en menor proporción a
la asignada a los judíos. Posteriormente, el organismo mundial
determina que las ciudades de Jerusalén y Belén tendrían un
tratamiento especial, quedando bajo control internacional. Nacía así
el Estado de Israel, no la nación de Israel, a la cual hace
referencia la Biblia.
Mapa que ilustra cómo Israel fue adueñándose del territorio palestino, a partir de 1948.
Para
comprender mejor esto, es preciso recordar que nación y estado son
conceptos particulares y distintos. Las naciones son antiguas y se
les puede definir como “el conjunto de personas, por lo general que
nacen en el mismo lugar, que hablan el mismo
idioma y tienen las mismas costumbres, formando de esta manera un
pueblo o un país”. Es el caso de la nación egipcia, la nación
maya, la nación eslovaca, la nación catalana... la nación judía.
El estado, por su parte, es “la comunidad social con organización
política común y un territorio y órganos de gobierno propios; que
es soberana e independiente políticamente de otras comunidades”.
El estado de México, estado de Guatemala... el estado de Israel.
Por
estas razones, es inaudita la relación directa que se pretende
establecer entre la nación judía y el estado de Israel, siendo dos
entidades distintas y sin más vínculos que los históricos o
biológicos. Tan distinto es uno del otro, que los santos varones del
Antiguo Testamento, como Moisés, Abraham o Isaac, en nada pueden
compararse a genocidas de la talla de Moshé Dayan o Ariel Sharon, el
León de Sabra y Shatila, responsable de las masacres perpetradas en
dichos lugares, en 1983 y donde miles de palestinos perecieron a
manos de árabes libaneses, pero con el apoyo descarado del ejército
israelí.
Mapa
que ilustra la expansión del territorio israelí a partir de 1946.
(Tomado
de www.rebelion.org)
Y
si la repartición del territorio palestino impuesta en 1948 fue
desventajosa para sus dueños, la expansión judía desarrollada a
partir de las guerras de 1956, 1967, 1973 e inicios del siglo XXI
prácticamente han hecho que Israel se apropie de la totalidad del
país. Cisjordania se ha poblado con asentamientos ilegales, donde se
observan prácticas muy similares al Apartheid sudafricano y la
Franja de Gaza ha sido calificada como “la cárcel a cielo abierto
más grande del mundo”. Y es que se trata de una lengua de tierra
donde viven hacinados más de 1.8 millones de palestinos cercados por
un infame muro y donde no pueden ingresar productos sin autorización
del gobierno israelí. Sí, un gueto similar al de Treblinka durante
la Segunda Guerra Mundial.
Por
todos estos antecedentes, es repugnante afirmar que la decisión de
trasladar la embajada de Guatemala a Jerusalén es producto de las
“excelentes relaciones” de Guatemala con Israel. Si alguna acción
sensata corresponde al gobierno de Jimmy Morales, es dar marcha atrás
a esa absurda decisión y hacer, durante el tiempo que le resta a su
administración, el mejor esfuerzo para diseñar una política
internacional acorde a las tendencias actuales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario