martes, 11 de julio de 2017

Dos Reflexiones poco serias... afortunadamente



Hoy quise descansar un poco de los temas sociales y decidí compartir algunos escritos, reflexiones o lo que sea, que algunas veces acuden a la mente en ese eterno intento de explicarnos el mundo. Aunque a menudo ello no pase de ser una mera chanza. Aquí le dejo dos.



Aquí no todos se conocen

Hice la prueba el otro día cuando fui a un centro comercial.

Primero vi a una señora algo entrada en años. No tenía nada particularmente llamativo. Una dama guatemalteca común y corriente; con lonjas por aquí y por allá y con un vestido de color indefinido que sólo acentuaba las libras de más.

Al encontrarse nuestras miradas me sentí un poco desconcertado. Ella también me vio pero casi en el acto dirigió la mirada hacia otra dirección; sin duda viendo algo más interesante que yo.

Fue entonces caí en la cuenta: ella no me conocía, y yo a ella, menos.

Lo mismo ocurrió al entrar a Walmart. En cada pasillo miraba con cuidado a todas las personas que encontraba; listo para saludarlas.

Apenas pude hacerlo con dos o tres. A la mayoría, no porque no me conocían, ni yo a ellos (as),

Al llegar a la caja había una larga cola. De nuevo, al deporte de buscar caras conocidas.

No conozco a esa joven de leggins rosados”. “Tampoco a ese señor de bastón”. “A ese patojo de gorra color caca de mico jamás lo había visto”.
Ah, allá está mi vecino, el doctor Crápula con esa su cara de piedra y mirada de gorila. A ese maldito vaya si lo conozco, pero no lo saludo por mal caedor. Ah, y por idiota”. “Y de todo aquel otro grupo de más lejos... No... a nadie.”

El ejercicio se repitió en otros lugares que visité, con idénticos resultados.

Parecía un mundo desconocido lleno de desconocidos.

Fue entonces cuando llegué a la terrible conclusión. No es cierto que los refranes sean sabios, como nos han hecho creer. ¿A quién se le ocurrió eso de que “Esta Guatemala es un pueblón. Aquí todos nos conocemos?”
Pero la realidad es que no conozco a nadie.
Y nadie me conoce.
¡Maldita sea su estampa!

-2-

Lo que de veras lleva el río



Todo ocurrió la primera vez que fui al Río La Pasión, allá en el lejano pueblo de Sayaxché.

Había llovido de a gordo. En una hora y medida se precipitó lo que normalmente cae como en 15 días, según decían los lugareños. Los Sayaxchenses.

Iba caminando por la orilla todavía húmeda, con algunos tramos hechos lodo. Chas, chas sonaban mis botas de cuero café, al chapotear sobre los pequeños estanques que había formado la lluvia.

De pronto me detuve a contemplar una pareja de tucanes que desde lo alto de un árbol saludaban el ambiente gris que había dejado la lluvia. Sin duda el agua había tenido un soberbio efecto refrescante para ellos, luego de varios meses de lloviznas afeminadas que sólo alborotaban el calor.

Fue entonces cuando escuché el ruido aterrador. Era realmente fuerte y causaba temor; algo que nunca había oído. Venía del río. Con la lluvia este había crecido de manera desmedida y ahora corría en dirección Norte, acarreando consigo todo cuanto encontraba a su paso.

Curioso, me acerqué para observar el paso de la corriente. Agudicé la mirada al máximo.

Arrastrados por la furia de La Pasión flotaban, sin oponer resistencia, un amplio mosaico de objetos: botellas de vidrio, botellas de plástico, pedazos de cartón, desechos de metal, papeles de toda clase, restos de cuero, retazos de madera, hojas desprendidas de mil árboles, un sombrero viejo, zapatos impares, discos compactos inservibles y un perro muerto. Hasta cadáveres de pescados navegaban sin rumbo.

Permanecí un rato así, entregado a la extraña como inútil tarea de clasificar visualmente aquel desfile de inmundicias. Al cabo de un rato se fueron haciendo más espaciados los objetos arrastrados hasta que todo volvió a ser corriente de agua nada más. Y fue entonces cuando llegué a una inexorable conclusión:

“El agua no llevaba una sola piedra en su precipitada carrera”.

Así de mentirosos son los refranes. No me explico cómo hay gente que los repite y repite de manera tan irresponsable, haciendo creer a otros que se trata de verdades incontestables.

"¡Ay de aquel que me vuelva a decir que cuando el río suena, es porque piedras lleva!”.





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