Por: Edgar Rosales
«Yo no voy a quitar los programas sociales. Lo que voy a quitarles es la corrupción», fueron las palabras pronunciadas en 2015 por el entonces candidato Jimmy Morales, para salirle al paso a los rumores acerca de que con él se acabaría la política social. En realidad, no era sino otra de sus tantas frases prefabricadas para cautivar el oído de los que hoy se arrepienten –y con el alma– de haberlo llevado a la Presidencia.
En estos días se cumplen 10 años desde que el más significativo de dichos programas, el de Transferencias Monetarias Condicionadas «Mi Familia Progresa» se instaló en Guatemala. Contrario a lo que afirmaban voces anodinas como la de Morales o ciertos sectores de la prensa, fue uno de los programas técnicamente mejor diseñados y con menos posibilidades de corrupción en la historia de la administración pública. Lo que pasa es que hay que entenderlo.
Estoy consciente que en nuestro medio –y más ahora con la moda anticorrupción– es difícil de admitirlo. Y no me voy a extender en explicar los complicados instrumentos –como el modelo proxy recomendado por el Banco Mundial para este programa– que se aplicaron en su diseño y en el proceso de ejecución, pero si lo desea puede consultar en este link.
El problema del mencionado programa social nunca fue la supuesta corrupción ni el clientelismo –jamás demostrados–. Fueron los mitos creados a su alrededor y el ansia política de replicarlos como verdades. Lo fue también la incomprensión acerca de su importancia estratégica, sus mecanismos de operación y, sobre todo, de entender la oportunidad que se perdió cuando el PP lo manoseó y el Gobierno actual terminó de darle el jaque mate.
Veamos la alarmante nota publicada por elPeriódico el miércoles pasado, en la cual se indica que «Mides pagó Q211.3 millones en Bono Seguro sin ningún control». Dicha cartera entregó los recursos a cambio de una simple «carta de compromiso de los usuarios». Nada de censo de beneficiarios y de pilón: «La CGC identificó que entre los usuarios, que en 2017 recibieron Bono para Educación, figuran empleados de los ministerios de Gobernación, Educación y Salud; pero también están registrados trabajadores de empresas privadas y pensionados». ¡Ah verdad!
Lejos de «quitarle la corrupción» Morales se la inyectó de la manera más anodina. Además del colosal monto despilfarrado, lo serio es que el programa ha desaparecido, junto con los objetivos que lo inspiraron. Según la nota: «En 2018 aún no se han pagado cuotas del programa social… las autoridades de la cartera siguen sin implementar herramientas de control sobre el uso de recursos públicos».
No espero que esté de acuerdo conmigo, pero esto no se parece en nada al concepto original de estos programas cuando vieron la luz, en abril de 2008. Entonces, la transferencia de Q300 se distribuyó en cuatro municipios escogidos técnicamente –no políticamente como se afirma– con base en el Mapa de Pobreza 2006 y otros instrumentos.
Fue en Santa Lucía La Reforma, Totonicapán; San Pedro Necta, Huehuetenango; Jocotán, Chiquimula; Chisec, Alta Verapaz y Cantón Panabaj de Santiago Atitlán, Sololá donde primero aterrizó la esperanza (municipios con índice de pobreza promedio de 51 % e índice de estado educativo promedio de -6.64).
Pero ante todo, tenía mecanismos de control de corresponsabilidades para establecer que los padres de familia efectivamente enviaran a sus hijos a la escuela y a los centros de salud, o no recibían la ayuda. Gracias a ello se incrementó la tasa de matriculación a 98 % en el nivel preprimario. Y entre 2009 y 2011 a nivel primario dicha tasa se elevó 10 %; en educación básica 110 % (159 851 estudiantes en 2007 versus 336 207 en 2011) y 82 % en diversificado (50 370 estudiantes en 2007 y 91 495 para el 2011).
En cuanto a salud, los Centros de Atención Permanente o de 24 horas se incrementaron 198 % (había 60 en el 2007 y al terminar 2011 las áreas rurales disponían de 179).Y «de acuerdo a los informes de resultados de la evaluación, el programa mostró, en términos de las condiciones de salud, que los niños menores de 2 años en hogares beneficiarios presentaron tasas mayores de esquema completo de vacunación con relación a los no beneficiarios, de hasta 15 % más; asimismo, se enfermaron entre 9 % y 12 % menos».
Esto no lo afirmo yo. Es parte del informe de evaluación externa rendido por el Instituto Nacional del Instituto Nacional de Salud Pública de México. Puede leerlo aquí.
Pero una década después, el programa de TMC se ha convertido en lo que tanto censuraron el PP, el oficialismo de turno y esos acólitos del liberalismo que adversan cualquier acción del Estado que no sea en beneficio de la oligarquía: un medio de regalar dinero a cambio de nada. Y que de paso, va a extender ad eternum, el círculo intergeneracional de pobreza (ese que se transmitió de tatarabuelos a tataranietos y ahora, hacia las generaciones futuras).
Más grave aún: se habrá perdido la posibilidad de construir un capital humano dotado de las condiciones adecuadas para competir en los mercados globalizados de hoy. En último caso, con que hubiesen tenido las posibilidades de competir en los mercados locales se habría ganado bastante.
Formé parte de ese equipo técnico que participó de este hermoso sueño. Nunca se nos giró instrucción alguna para manipularlo en función política y de ello dan fe quienes estuvieron en ese frente de batalla. Al contrario de la oposición, entonces representada por el PP, que bloqueó desde el Congreso los recursos del programa y luego compró a sus beneficiarios con fines electorales, según revelaciones de Juan Carlos Monzón, testigo protegido de La Línea y Cooptación del Estado.
Diez años después, el panorama para la gente en extrema pobreza debería ser diferente, si se hubiesen asumido los programas, no como un mecanismo para impedirle acción política a Sandra Torres, sino como una política de Estado, tal como ha ocurrido en Brasil, Colombia o Ecuador, donde la oposición es vigorosa pero inteligente.
¡Oh mediocridad: qué caro le resultas a esta Guatemala irredenta!
Fotografía tomada del CIEE del INSPM.